
La historia nos ha enseñado que el poder, en manos equivocadas, puede disfrazarse de virtud mientras blande un arma. “A Dios rogando, y con el mazo dando”, reza el refrán popular, y pocas veces ha cobrado tanto sentido como en el gobierno de Donald Trump. Su ascenso al poder vino acompañado de un cortejo hábil hacia las comunidades religiosas, especialmente los evangélicos, con promesas de proteger sus valores y devolver la fe al corazón de la nación. Sus palabras, a menudo salpicadas de alusiones bíblicas, pintaron la imagen de un líder guiado por Dios. Pero, como era previsible, el mazo no tardó en aparecer, revelando una doble moral que no solo traiciona el evangelio, sino que fractura el mismo cuerpo de Cristo: su iglesia.
Ese mazo se ha traducido en un discurso de odio y exclusión que hiere profundamente los principios del amor cristiano. Desde el inicio de su presidencia, Trump señaló a los inmigrantes como enemigos, sembrando división y miedo hacia el prójimo, en clara oposición al mandato de Jesús en Mateo 22:39: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Más allá de las palabras, sus políticas han llevado esa fractura a un nivel tangible. Permitir que agencias como ICE irrumpan en lugares de culto —espacios sagrados de refugio— en busca de inmigrantes indocumentados es un golpe directo al corazón de la iglesia. Aunque esta medida fue bloqueada temporalmente, su sola existencia denuncia la hipocresía: ¿cómo se puede clamar a Dios mientras se pisotea el santuario donde su pueblo lo adora?
Esta división no solo separa a los creyentes de los vulnerables, sino que rompe la unidad que Pablo exhorta en 1 Corintios 12:12-13: “Porque así como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también es Cristo. Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo”. Cuando líderes religiosos apoyan o callan ante estas políticas de odio, permiten que el cuerpo de Cristo se fragmente, priorizando alianzas políticas sobre el mandato de amor y unidad. Trump ha manipulado la fe como un instrumento de poder, rogando a Dios en público mientras reparte estocadas que dividen a su iglesia.
Entonces, ¿qué queda de la fe cuando se usa para justificar la exclusión? ¿Cómo pueden líderes que proclaman seguir a Cristo respaldar un evangelio adulterado por el miedo al extranjero? “A Dios rogando, y con el mazo dando” se convierte en un lamento por una iglesia dividida, donde el amor es moneda de cambio y la piedad una máscara. Quienes aún creen en el evangelio auténtico tienen el desafío de sanar estas heridas, recordando que la fe no se doblega al mazo del odio, sino que lo enfrenta con la unidad y el amor que Cristo dejó como legado.
